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From Sandstone to Rubble: El discurso de George W. Bush como ejemplo para la gestión de crisis

From Sandstone to Rubble: El discurso de George W. Bush como ejemplo para la gestión de crisis

El 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush se levantó de la cama, se duchó, bebió su café, leyó el periódico y abordó el Air Force One para aterrizar en la escuela elemental Emma E. Booker, en el estado de la Florida. Lo que menos esperaba el mandatario era que mientras leía en voz alta las palabras del libro The Pet Goat era que mil millas hacia el norte, un asesor le susurraba al oído que el símbolo de la potencia económica de los Estados Unidos estaba siendo derrumbado por dos aviones comerciales secuestrados por miembros del Talibán. 

George W. Bush My Pet Goat.jpg

A solo nueve mesas de su presidencia, Bush abrió los ojos ante una nueva realidad: Estados Unidos estaba bajo el asedio de grupos extremistas cuyo objetivo era destruir todo aquello que representara el estilo de vida “americano”. El país más poderoso del mundo enfrentaba una crisis inimaginable y la confianza en su líder estaba igualmente tambaleándose luego de la polémica elección que lo llevo a la Casa Blanca en las elecciones presidenciales de 2000. 

El ejercicio de lectura le funcionó como calentamiento, ya que poco después de enterarse del fatídico incidente, ofreció sus primeras declaraciones desde el aula.  

Flanqueado por el Servicio Secreto y varios estudiantes de primaria, las dilatadas pupilas del presidente revelaban las serias implicaciones que el “ataque terrorista” tendría para los estadounidenses. Bush dejó clara su intención de “cazar y encontrar a las personas que cometieron este acto”. Sin embargo, una crisis de tal magnitud necesitaba mucho más que un minuto de palabras. No había discurso que pudiese disipar la nube de cenizas que se cernía sobre Nueva York, y ninguna palabra de consuelo podía borrar la espantosa imagen de personas saltando al vacío para evitar las llamas y los gritos que se escuchaban mientras las Torres Gemelas colapsaban. Pero el silencio era el peor aliado del presidente. Era momento de demostrar su capacidad como Comandante en Jefe desde polos opuesto, pero no mutuamente excluyentes. Para atender la crisis de confianza que arropaba a los Estados Unidos y al mundo entero, había que dar una sensación de tranquilidad y normalidad mediante un mensaje de unión y solidaridad, mientras se le garantizaba a la ciudadanía que a los responsables del ataque les caería todo el peso de la ley. 

Durante la noche del 11 de septiembre de 2001, desde el Despacho Oval, George W. Bush parecía lograr lo imposible.

Con un semblante más tranquilo, el presidente ilustró la gravedad de la catástrofe sufrida horas antes, así como la actitud de la nación frente al atendado.

“Las imágenes de aviones volando contra edificios, incendios ardiendo, enormes estructuras colapsando, nos han llenado de incredulidad, terrible tristeza y una ira silenciosa e inquebrantable”.

Usando la metáfora como herramienta, Bush contrapuso el terror de los ataques a la esperanza y el espíritu de lucha de los estadounidenses.

“Los ataques terroristas pueden sacudir los cimientos de nuestros edificios más grandes, pero no pueden tocar los cimientos de Estados Unidos. Estos actos destrozaron el acero, pero no pueden mellar el acero de la determinación estadounidense”.

Y sin perder tiempo, estableció posicionó a los atacantes como el enemigo a ser destruido.

“Hoy nuestra nación vio el mal, lo peor de la naturaleza humana. Y respondimos con lo mejor de América”.

La institución que representaba la actividad económica mundial literalmente cayó al suelo, por lo que Bush tenía que atender la crisis económica, asegurando a los mercados financieros que la estructura capitalista seguía en pie.

“Las funciones de nuestro gobierno continúan sin interrupción. Las agencias federales en Washington, que tuvieron que ser evacuadas hoy, están reabriendo para el personal esencial esta noche y estarán abiertas al público mañana. Nuestras instituciones financieras siguen siendo sólidas y la economía estadounidense también estará abierta a los negocios”.

Como en la vida no todo es el dinero, el mandatario se dirigió hacia quienes buscaban aplacar la crisis interna a través de la venganza y una promesa presidencial de justicia para las víctimas. 

“La búsqueda está en marcha para aquellos que estuvieron detrás de estos actos malvados. He dirigido todos los recursos de nuestras comunidades de inteligencia y aplicación de la ley para encontrar a los responsables y llevarlos ante la justicia”.

Finalmente, Bush apeló a la unión de voluntades a través fe cristiana, citando el Salmo 23 de la Biblia. 

“Aunque camino por el valle de la sombra de la muerte, no temo al mal. 

Porque estás conmigo”.

 

Pero ni las palabras del rey David en los labios del presidente eran suficiente como para levantar el ánimo derrotista que se palpaba en los Estados Unidos. En situaciones como esta, las palabras desde el despacho tienen un efecto muy limitado sobre la ciudadanía; tratándose de un evento atípico, el presidente no debía conformarse con hacer una gestión de crisis tradicional. Había llegado la hora de soltarse la corbata, quitarse la chaqueta y salir de la arenisca y el mármol en 1600 Pennsylvania Avenue.

El 14 de septiembre de 2001, Bush visitó el Ground Zero, lugar en donde tres días antes ubicaba el World Trade Center. Entre los escombros, el sudor y las lágrimas de los miles de rescatistas que hurgaban entre el metal, el presidente fue protagonista de lo que pasó a ser un discurso icónico, no solo en la historia política de los Estados Unidos, sino en el mundo. 

Ante un escenario improvisado, sin teleprompter ni sistema de sonido que le asistiese, armado solamente con un megáfono y la necesidad de reclamar su legitimidad como presidente, el hijo mayor de los hijos de George H.W. y Barbara Bush inició la creación de su propio destino.

Mientras abrazaba al miembro del Cuerpo de Bomberos de Nueva York, Bob Beckwith, se conformó una audiencia de uniformados que, dado a la falta de bocinas y amplificadores, no escuchaban la alocución del presidente. Uno de ellos, buscó aire en la profundidad de sus pulmones y le gritó al presidente ¡“No puedo escucharte”!, recibiendo como respuesta a frase que convirtió oficialmente a Bush como presidente de guerra.

¡Puedo escucharte! ¡Puedo escucharte! ¡El resto del mundo te escucha! ¡Y la gente…y la gente que derribó estos edificios pronto nos escuchará a todos!

La multitud respondió con un grito ensordecedor y cantando “U.S.A. U.S.A. U.S.A. U.S.A.”

Eventualmente, Bush acudió al Congreso y a la Organización de las Naciones Unidas para formalizar la declaración de guerra que muchos deseaban para saciar la sed de venganza y que tanta controversia generó mundialmente. Pero no hay duda de que su gestión para contener la crisis causada por el atentado terrorista no surtió efecto cuando se dirigió al mundo desde la Casa Blanca, sino cuando se proyectó como uno más de los afectados por los ataques, inhalando el mismo polvo de cenizas que aspiraban los Primeros Respondedores y compartiendo la angustia y la esperanza que sentía su país.

Una de las características primordiales de las crisis con repercusiones masivas es que sacan a relucir el elemento más gregario del ser humano. George W. Bush aprovechó la vulnerabilidad de los ciudadanos para reforzar su sentido de unidad mientras trazaba su agenda de guerra a nivel internacional. Y todo gracias a un discurso de menos de dos minutos, ofrecido a través de un megáfono. 

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